martes, 29 de mayo de 2012

Una Noche de Perros en el Sanborns


La historia que leerán es verídica, intensa,
triste. Como en la reconocida película Tarde
de Perros, protagonizada por Al Pacino,
se narra el caso real de un pequeño grupo
de delincuentes inexpertos, de poca monta
que deciden cometer un asalto.
La noche del 29 de octubre de este 2008
una pandilla de ladrones improvisados
intentó un robo inédito en la historia de
la ciudad de México. Entraron al Sanborns
de Buenavista, al norte del DF, y tomaron
23 rehenes, se enfrentaron a la policía…
y tuvieron un final que pocos,
muy pocos podrían esperar.
Por Humberto Padgett
padget@m-x.com.mx


E
sta noche, la del 29 de octubre
de 2008, Enrique ya sabe
lo que es tener al destino en su contra.
En su mano, una Pietro Baretta nueve milímetros
es la única llave para salir de la trampa
que él mismo había tejido.
–¡Aléjate o mato a este cabrón! ¡Te juro que
lo mato! –aúlla, rompe los oídos de quienes a
unos metros buscan que retire el arma de la nuca
de Octavio.
Jadeante y tembloroso, Enrique aprieta aún
más el enorme cañón contra la cabeza de su rehén.
El único que le queda. Su tabla de salvación para
salir de esa “pendejada” en la que se ha metido.
Ni siquiera él sabe de dónde obtiene aún fuerzas
para advertir, para amenazar:
–¡Voy a matar a este cabrón! ¡Aléjate o mato a
este cabrón! –grita Enrique al único policía armado
que había en el corredor. Un policía que, con la paciencia
de un ajedrecista como lo es él, sólo espera
el momento oportuno para actuar.
Lleva Enrique más de una hora de ir y venir
por el Sanborns de Buenavista. Presiente que está
solo, que, abajo, sus cuatro compañeros están ya
muertos. Y planea ir a la azotea (¿Para qué? Quién
sabe), escudado en Octavio, ese empleado bancario
que tuvo la mala idea de meterse a comer algo la
medianoche del 29 de octubre.
–¡Quítenme al francotirador! ¡Quítenlo!
–grita, suponiendo que en alguna parte del
Sanborns de Buenavista algún policía está a la
caza de su cabeza, de su cuerpo, esperando el
momento preciso para matarlo. Para terminar
con esa noche de perros.
No le falta razón. Decenas de uniformados
han hecho del Sanborns una ratonera sin salida,
sin escape alguno.
Por eso Enrique suda, grita, amenaza con
matar a Octavio, con apretar el gatillo de la nueve
milímetros que en su mano se mueve temblorosamente.
Por eso estira el pasamontañas negro para
dejar al descubierto sólo el ojo derecho.
Pero nadie entiende por qué, de pronto, exige
otra arma.
–¡Denme un arma cabrones! ¡Que me den un
arma, cabrones! –ordena en medio de la locura.
Pero en ese pasillo en el que están frente a
frente sólo hay otra pistola: la del comandante
Víctor Hugo Moneda, ansioso de que Enrique
asome la cabeza lo suficiente, detrás de su rehén,
para pegarle en media frente con la .38 Súper.
La mirada de Moneda busca el hueco propicio.
Su mano, sin embargo, se mantiene pegada
a la automática. Quisiera matarlo en este mismo
momento. Sabe que no puede, que la vida del
rehén está de por medio.
–¡¿Por qué me metí en esto?! ¡Qué pendejo
soy, qué pendejo soy! –se repite Enrique con un
jadeo a todo galope.
Nada interrumpe el delgado gemido de su
rehén, Octavio Cepeda, como si el chillido fuera
una válvula de escape y su cabeza una olla cercana
al estallido.
Lo es.
–¡Tranquilo, no has matado a nadie, todavía
sales de ésta, cabrón! –busca calmarlo Moneda.
De súbito, Enrique asoma medio cuerpo
detrás de Octavio. Pero aún se halla demasiado
cerca. La pistola de Enrique, esa maldita pistola,
todavía está dirigida a esa cabeza que no deja de
temblar encima del traje oscuro.
La yema del índice hormiguea sobre el gatillo.
Enrique tiembla, tiembla tanto que en cualquier
instante puede estallar.
–¡Mátenme, hijos de la chingada! –grita con
esa voz que para entonces ya es pastosa.
–¡Nadie te va a matar, flaco! –suelta Óscar
Arteaga, secretario del ministerio público convertido
de repente en un hábil negociador.
–¡Me van a partir la madre, abajo me van a
chingar. Yo lo sé, yo lo sé! ¡Pendejo! –se maldice
Enrique.
La capucha ya está empapada con un sudor
pegajoso y una comezón furiosa lo ataca. Quiere
arrancársela. Piensa en rendirse, necesita dejarse
caer. Correr. Morir.
No entiende cómo la noche fue quebrada
por las luces rojas y negras. Tiembla. No sabe
quién habló a la policía, no sabe cómo, a la una
de la mañana con 40 minutos, todo se convirtió
en una pesadilla.
Respira hondo. Da un paso al frente. La mano
izquierda atenaza el cuello del saco de su rehén.
Está a cinco metros del policía y los funcionarios
del ministerio público. Éstos saben que la rendición
está cerca. Tanto como la muerte.
Enrique se detiene. Por un segundo deja de
apuntar al rehén y se encañona la sien derecha.
Brama en la nuca de Cepeda.
–¡Voy a matarlo y luego me mato yo!
En la penumbra, el blanco de su ojo derecho
destella.
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✱✱✱
Enrique Mejía Bello siempre fue vendedor ambulante
en el centro de la ciudad de México. Vendía
pilas, carpetas para discos compactos y cintas
adhesivas en dos puestos que ponía y quitaba
de la calle de El Carmen, casi esquina con Justo
Sierra hasta que, junto con miles de informales,
fue echado de las calles por el gobierno del Distrito
Federal el 12 de octubre de 2007.
Sin opción para acomodarse en alguna de
las plazas en que las autoridades ubicaron a los
comerciantes, Enrique, de 33 años, buscó su primer
trabajo formal.
Había acordado ya con Mario, un amigo
vendedor, aportar la mitad de la renta de un departamento
en el Callejón del 57, a la vuelta de la
Cámara de Senadores y del abandonado Teatro
Fru Fru.
El alquiler de 3 mil 200 pesos mensuales se
partió a la mitad y le tocó ocupar el cuarto que
divide la recámara principal de la cocina, dominada
por un refrigerador que sirve de base para
cinco figuras de diferentes tamaños de San Judas
Tadeo, el santo de las causas difíciles.
Enrique vestía al estilo vaquero: botas de piel,
pantalones de mezclilla y camisas a cuadros que llevaba
bajo una chamarra negra de cuero. Le gustaba
la cerveza oscura de barril y fumaba ocasionalmente.
Carnívoro, consumidor voraz de milanesas y
bisteces, era delgado y siempre mostraba un aspecto
aseado. Tenía también un extraño hábito entre los
ambulantes: leer con fruición periódicos, novelas
e historia de México. Ha dejado inconcluso algún
libro de Carlos Fuentes.
De piel morena, estilaba usar una barba cerrada
en forma de candado. Se peinaba el cabello
negro de lado después de colocarse los lentes de
contacto.
Enrique es divorciado y tiene dos hijos pequeños,
niño y niña, inscritos en el primer año de
primaria y el kínder, pero no los ve frecuentamente.
Su matrimonio ocasionó que cinco años atrás rompiera
con sus dos hermanas y su único hermano
varón, según cuenta una de ellas. La madre había
muerto años antes de cáncer en el estómago. Con
el único familiar con el que mantiene contacto es
con su padre: Roberto, un hombre de sesenta y pico
de años.
En las semanas que siguieron al desalojo de
los vendedores ambulantes, Roberto, de hecho,
se hizo cargo de los gastos de su hijo, incluida su
parte de la renta del departamento del Callejón
del 57. Se retrasaba en ocasiones con el pago, pero
invariablemente se ponía al corriente. Pasaba
poco tiempo ahí.
Hay algo más en lo que están de acuerdo sus
conocidos: tiene éxito con las mujeres y es cariñoso
con los niños, particularmente con la pequeña del
matrimonio con el que compartía casa.
“Es seguro de sí mismo. Es tranquilo, cuida
a la gente que quiere. Es atento y respetuoso. El
no era un asaltante. Tal vez se desesperó, la culpa
la tiene el gobierno de Marcelo Ebrard que nos
dejó sin trabajo”, comenta el matrimonio con el
que vivió.
Cuando Enrique se vio en la calle, pero sin
chance de colocar su puesto de mercancías, acudió
a una feria del empleo organizada por Sanborns.
Corrió con suerte. Fue aceptado y el 14 de
noviembre de 2007 se hizo cargo del mostrador
de aparatos de sonido en la sucursal de Buenavista,
a unos pasos del Museo del Chopo y de la
sede nacional del PRI. Nada sabía de electrónica,
pero tiene habilidad para aprender rápido sobre
lo que sea.
En septiembre de este 2008, la sucursal fue
asaltada. La investigación interna detectó que
Enrique había mentido y proporcionado datos falsos
de su domicilio, además de que el día del robo
faltó al trabajo. No se le indagó penalmente, pero
la empresa lo despidió por falta de confianza.
noche de perros en buenavista
–¡Quítenme al francotirador! ¡Quítenlo! –grita, suponiendo que en
alguna parte algún policía está a la caza de su cabeza, esperando el
momento preciso para matarlo. Para terminar con esa noche de perros
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Dice otro conocido de Enrique:
“Se enojó, pero se dedicó a buscar trabajo.
No encontró nada. Se enojó más. Nunca comentó
lo del robo, pero sí que fue injusto el despido.
Siempre me pareció inteligente. Aunque ya no sé,
después de la pendejada que cometió”.
Y, según la investigación, a finales de ese
septiembre propuso a Emmanuel Pérez, un amigo
de la infancia, un trabajito: “Qué poca madre, si
yo no hice nada. Se las voy a hacer efectiva. Para
que hablen con provecho. Vamos a pegarles”.
✱✱✱
La noche del miércoles 29 de octubre es fría, como
si el invierno secuestrara por algunas horas al
otoño. Cinco personas se reúnen a las nueve de la
noche afuera del Metro Revolución. El objetivo:
asaltar el Sanborns.
El grupo se presenta: Enrique, Emmanuel,
Juan, Óscar y Enrique Enríquez, El Gordo.
Enrique mete la mano a la bolsa de la sudadera
con bolsas al centro y muestra su pasamontañas,
Emmanuel lleva otro. Juan, Oscar y El Gordo entrarán
como clientes a las 12:30, pasada la media
noche, cuando imaginan que la caja fuerte del
Sanborns Buenavista estará llena con el dinero
del día.
Será un robo fácil. Poca gente a la que someter.
Saben a qué hora cierra la caja. Tráfico
casi inexistente alrededor de la sucursal frente
al PRI nacional.
–Necesitamos un vehículo. Necesitamos más
personas –le había dicho un día antes Enrique a
Emmanuel, quien incluyó en el plan a Oscar Reyes,
conocido mutuo, y a Juan Huerta y a El Gordo, a
los que Enrique daría la mano por primera vez la
noche del asalto.
Este día Enrique ha dejado el estilo vaquero y
se disfraza de bandido. Viste pantalón comando
negro, una playera negra estampada con la palabra
“virus”, como si estuviera grafiteada y, debajo de
ésta, otra roja de manga larga. Calza botas negras
de policía y presume un pasamontañas.
Emmanuel, pasado de peso y el cabello relamido
hacia atrás, lleva otra capucha que se acomoda
a manera de gorro.
Sólo falta pasar por la camioneta a la colonia
Santa María La Ribera. Caminan por Ribera de San
Cosme y doblan en la calle de González Martínez.
Avistan una camioneta Econoline blanca con
franjas azules y placas de Tamaulipas, propiedad
en apariencia del patrón de uno de ellos.
Suben y dejan atrás las torres metálicas del
Museo Universitario. Revisan la herramienta
para forzar la caja de seguridad: un esmeril y dos
alicatas de un metro y 80 centímetros que Enrique
ha comprado días atrás en Tepito. También
las pistolas, todas escuadras negras de nueve
milímetros.
“El líder” garabatea un muy resumido croquis
del sitio y entre todos detallan el plan.
Quince minutos después se sienten seguros
y, aún temprano, matan, es un decir, tres horas
de tiempo alrededor de los decorados arabescos
del Kiosko Morisco de la Alameda de Santa María
La Ribera.
Después de la medianoche, se dividen: Juan,
Oscar y El Gordo suben a la camioneta. Manejan
pocos minutos. Toman la calle de Amado Nervo
y dan vuelta en Mariano Azuela, paralela a Insurgentes
y única entrada a esa hora al Sanborns.
Ingresan al estacionamiento y reciben el boleto
del empleado de caseta. Caminan hacia la
puerta de vidrio y siguen al restaurante, contiguo
al bar, vacío a esa hora.
Al mismo tiempo, Enrique y Emmanuel caminan
a la esquina de Insurgentes y Amado Nervo.
Esperan una llamada.
Los otros tres ya están sentados. Han pedido
algo de comer. Oscar se levanta de la mesa y camina
hacia la cocina, cerca del área de monitores.
Encuentra la cámara de vigilancia que enfoca el
comedor y la desvía hacia la farmacia. Marca de
su teléfono celular a Emmanuel.
–Ya está lista. Entren –dice en voz baja.
Enrique y Emmanuel se colocan los pasamontañas.
Caminan aprisa hacia Mariano Azuela y
siguen el muro de altas paredes pintadas de rojo
vino. A la derecha, los pocos clientes del Bar Tito’s
ven correr a dos sombras.
A las 12:45 de la noche, intentarán un robo
histórico en la ciudad de México. Nadie antes
había asaltado un negocio de ese tamaño tomando
rehenes.
✱✱✱
El único policía de guardia en el Sanborns Buenavista
es un hombre de redondo vientre llamado
Ángel Dorantes. Está adscrito a la Policía
Auxiliar y su foja registra 16 años de servicio y
55 de edad.
A la medianoche del 29 de octubre le faltan
nueve horas para salir de su turno. A la mañana
siguiente piensa ayudar a Cira, su mujer, con
algunas tareas del hogar, en Acolman, estado de
México. Trotará unos dos kilómetros y descansará
el resto del día hasta el siguiente, en que debe
presentarse en la tienda de Insurgentes.
Cansado, hace el último recorrido por la tiennoche
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da. Faltan 15 minutos para la una de la mañana y
para el cierre del negocio. Se enfila a la entrada
tres, la única abierta a esa hora. Desde el estacionamiento,
Enrique y Emmanuel observan la
amplia silueta y corren hacia él.
El policía escucha por detrás las pisadas aceleradas.
Siente dos hombres sobre su cuerpo.
Emmanuel lo sujeta por el cuello y lo aprieta contra
su pecho. Enrique toma el revólver de Ángel, un
.38 especial, lo levanta sobre su cabeza y azota la
cacha arriba de la ceja derecha.
–¡Cálmate! No venimos por ti –dice uno
de ellos.
–¡Está bien! ¡Ya, ya, ya! ¡Me chingaron! –se
doblega el policía. El aire desaparece.
Ángel trabaja en el Sanborns Buenavista
desde enero de 2008. Se hizo policía cuando la
fábrica en que trabajaba cerró y se quedó con ocho
niños regados en todos los grados escolares. La
opción que tuvo fue pedir trabajo en Seguridad
Pública y lo consiguió.
Su pequeña gloria llegó durante otro asalto,
años atrás e, irónicamente, también a un Sanborns.
Aquella vez también fueron cinco los asaltantes
que entraron a la sucursal de Lindavista y
cinco policías los que fueron detrás de ellos. La
persecución duró más de una hora, hasta que los
asaltantes se internaron en un fraccionamiento
del rumbo. Intercambiaron disparos y rindieron
a los ladrones.
Pero en esta medianoche, Ángel ha sido llevado
a empellones al interior del negocio que
cuida, desarmado y golpeado con su propia pistola,
enceguecido por su propia sangre y el mareo.
Avanzan los dos hombres encapuchados.
Emmanuel recuerda que hay un encargado de la
caseta y lo amaga.
Siguen a la entrada, cuando se topan de frente
a una mujer, Irma Guerrero y el capitán del ejército
Javier Solís. Los encañonan y entran.
Enrique mira de reojo el departamento de
audio y video, en el que trabajó 10 meses hasta que,
injustamente según él, lo acusaron de robo.
✱✱✱
Su irrupción fue explosiva:
–¡Ponme a todos en el piso! –ordena Enrique
a Oscar.
Ahí, Enrique reconoce a Rosario, la mesera. Y
a todas sus compañeras: a la cocinera que siempre
tiene cara de desvelada; al gerente encargado que
noche de perros en buenavista
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no deja de tartamudear susurros para sí mismo.
A la de perfumería y al de la farmacia. Observa a
unos pocos clientes, incluido uno de traje oscuro,
que luego se sabrá es un empleado de banco
llamado Octavio Cepeda.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco…”
Suman: tienen a 24 rehenes, la mayoría empleados
de la tienda y el restaurante. Y a todos
ellos Emmanuel les ordena:
–¡Las manos a la nuca!
Óscar, el más joven y vestido de negro; El
Gordo, con camisa de cuadros pequeños, y Juan,
de cabello largo, playera verde con azul y pants
rojo, se les unen. Enrique se acerca a ellos y les
susurra:
–No traen los pasamontañas, pendejos.
Sostiene la pistola negra al frente. Esa nueve
milímetros en la que tiene depositada su venganza.
Los otros sacan las suyas de entre las ropas.
–¡Nadie se mueva, hijos de la chingada! –grita
Emmanuel al otro lado de las mesas.
Curiosea con el revólver y decide asegurase que
la pistola del policía esté bien cargada. Abre el
tambor. Levanta el arma apuntando al techo por
encima de su cabeza encapuchada y se asoma por
los agujeros.
Inexperto al fin y al cabo, las balas se resbalan,
le caen encima. Apresurado, confundido,
las busca en el piso, las recoge y las mete en una
bolsa del pantalón. En la otra se guarda el revólver.
Piensa que es mejor continuar con la escuadra.
Recuerda que ahí se encuentra Ángel, el policía.
–¡Tú también al piso, cabrón, con la cara
al suelo! –le ordena. Pero el hombre sólo atina
a dejarse caer en una silla. Jadea. La cara está
ensangrentada.
Los ladrones se miran entre sí.
–¡Al suelo! –le repiten, pero la voz es baja.
Ángel se arrellana en el piso.
Emmanuel desiste y opta por esculcar los
bolsillos de las personas en el suelo. Saca otro
pasamontañas para que ahí se depositen carteras,
relojes y celulares. Enrique mira el reloj: la una
de la mañana.
Enrique y Emmanuel resuelven que es mejor
distribuir a las personas. Sin saberlo, se convierten
en secuestradores. Toman a media docena de rehenes
y los llevan hacia una puerta imperceptible,
en el límite de la librería y la pastelería, repleta de
pan de muerto.
Pasan el umbral y sienten de golpe el olor de
la carne refrigerada. Siguen hacia una escalera
blanca y dan vuelta en el descanso, coronado
por una Virgen de Guadalupe cubierta por una
cortinilla.
Continúan hacia el pasillo de bodegas y
servicios. Meten a las personas al vestidor del
personal, un cuarto de cuatro metros de lado por
otros cuatro de ancho.
Les sujetan las manos por la espalda con cinta
canela. En los lockers, junto a la bodega de artículos
nuevos, Emmanuel deja el botín logrado hasta
ese momento: 12 mil pesos en billetes y aparatos
electrónicos usados.
Alguien revisa a Ángel. Lo toma por el codo
y lo lleva al vestidor del primer piso. Le quitan
el chaleco antibalas. En el cuarto diminuto es
arrinconado con media docena de empleados.
Nadie habla. Sollozos. Bocabajo, sus corazones
amartillan el piso.
El Sanborns de Buenavista es de los cinco
ladrones. O eso piensan ellos.
En la enorme tienda, desconocida para casi
todos los asaltantes, dos empleados se ocultan tras
aparadores, bajo las mesas. Uno de ellos se arrastra
hasta alcanzar el bar, contiguo al restaurante,
vacío como siempre, y toma el teléfono.
Marca el 060, número de emergencia.
✱✱✱
La caja fuerte fulgura, como si fuera fosforescente.
Enrique, Juan y El Gordo se acercan.
–¿Y las herramientas? –pregunta Enrique.
Craso error.
–Pues en la camioneta, güey –le dice El Gordo,
buscando justificar su olvido.
–¿Y si mejor la abrimos a patadas? –propone
Enrique. Lo escuchan algunos empleados, cada
vez más confundidos. No saben si bromea.
–Qué pendejos. Mejor vayan por las cosas
–pide a Juan y a El Gordo.
Camina 25 pasos entre los anaqueles cuando se
detiene súbitamente a pocos metros de la ventana
de vidrio.
Sus gruesas mejillas se sacuden, sus rodillas
casi se quiebran y sus ojos revientan: no hay punto
en el universo visible en que no haya un cañón
apuntando a su cabeza.
Las piernas se le hacen de plastilina. Las
aprieta, da media vuelta y como nunca corre,
corre, corre hacia el restaurante.
Decenas de policías judiciales, preventivos
y del grupo especial de Seguridad Pública entran
en estampida.
Emmanuel y Juan se envalentonan. Ordenan
a las 17 personas que ahí tienen arrastrarse a la
entrada del restaurante.
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Toman a Rosario, una mesera, y la bajan a tropezones
por los cuatro escalones que dividen el bar
y el restaurante del resto de la tienda.
La mujer, vestida de tehuana, queda con la
cara hacia el estante de bisutería: canicas de plástico
imitación perlas, piedras pintadas de verde
que simulan jade, pedazos de vidrio cortados
como diamante.
Emmanuel tuerce el brazo izquierdo de Rosario
hacia la espalda, el mismo que meses antes
se le había fracturado. La mujer escucha nuevamente
el crujido de su hueso. Crack. El alarido
llena la tienda.
El Gordo y Oscar se alarman, toman previsiones
y, en silencio, se acuestan boca abajo, junto a
los rehenes. Como si ellos también lo fueran.
Los otros actúan distinto. Juan se lleva las
manos al pelo. Emmanuel busca en qué parte de
la lengua se le atoran las palabras. Bajan y suben
las armas. Apuntan a los policías. A los rehenes.
Apuntan a un policía, a otro.
Ahí, en la tienda, parapetados entre los estantes,
50 policías prestos a atacar. Esperan la orden.
Enrique se escabulle a la pastelería.
Mientras, Emmanuel propone un canje:
–Les doy dos personas si me dan un arma
–dice, aún encapuchado. Apenas se le escucha.
–¡Entrégate, pendejo! –le dice un jefe de la
policía preventiva.
–¡Los mato, me cae de a madre que los mato!
–grita Juan. La pistola tiembla.
–¡Te doy dos cabrones! –repite Emmanuel.
Entran entonces el jefe de grupo de la judicial
en Cuauhtémoc, Juan Morales; el agente del
ministerio público en esa delegación, Pascual
Mota, y el secretario de esta misma oficina, Oscar
Arteaga.
–Tranquilo, nosotros somos del ministerio
público y te aseguramos que no pasa nada –habla
Arteaga por primera vez.
Emmanuel se acerca a los policías. A su izquierda
están las máscaras de hule y las calabazas
de Halloween, a pocos días de ser reemplazadas
por las de Santa Claus.
Da dos o tres pasos al frente. Se rasca la cabeza
cubierta de tela negra. Juan, más pequeño
y delgado, intenta colocarse detrás. Apunta el
arma a Rosario.
–¡Por favor, no, por favor! –solloza Rosario.
–Suéltalos y vamos viendo –repone un policía
preventivo. Los ladrones deciden levantar no a
dos, sino a tres mujeres.
–Ahí tienes, dame el arma –exige Emmanuel
al agente del ministerio público. Se humedece la
lengua. Ladea la cabeza.
Algo observa entre los policías que lo hace
caminar de nuevo hacia el frente. Juan lo mira
azorado. Cuando trata de regresar, un policía le
sujeta por el cuello justo como él hiciera una hora
antes con Ángel.
Juan no termina de seguir la caída de su compañero
cuando levanta las manos en rendición y
cae embestido por otros tres policías. Éstos optan
por dar a todos los presentes trato de secuestradores
y no de secuestrados.
Pero antes de salir del Sanborns, en la fila
de 20 detenidos, alguien grita: “Esos cabrones
también son asaltantes”.
El Gordo y Oscar, que pretendían pasar como
víctimas, son señalados por decenas de dedos y,
enseguida, por los cañones de pistolas.
La noche se ha hecho negra. Enrique hurga,
pase su mirada por acá y allá, busca una salida.
Cree que su única oportunidad está en seguir
con el grupo de secuestrados del primer piso. A
zancadas, sube la escalera.
En el vestidor, el policía Ángel calcula que han
sido 20 minutos de taquicardia, adrenalina y de
ese pinche dolor en las manos entrelazadas en la
nuca. Piensa en Cira y en sus ocho hijos.
Cuatro asaltantes han sido detenidos
Sólo quedan Enrique y su venganza.
noche de perros en buenavista
Levanta el arma apuntando al techo por encima de su cabeza. Inexperto,
las balas se resbalan, le caen encima. Apresurado, confundido,
las busca en el piso, las recoge y las mete en una bolsa del pantalón
36 | EMEEQUIS | 17 de noviembre de 2008
✱✱✱
Largos, eternos minutos son rotos por el grito
de Enrique:
–¡Quiero un arma! –exige con el amparo que
le dan los rehenes que le quedan.
–¿Cuántas armas tienes? –pregunta un policía
preventivo de apellido Rueda.
–Una. Mándame otra arma, pero cargada.
–¿Para qué quieres el arma? –preguntan con
sorpresa del otro lado
–¡Mándamela, cabrón! –la voz es una liga
cerca de reventar.
–¿Cuántos niños tienes?
–Ninguno, no hay niños. ¡Que me des el
arma!
–¿Tienes mujeres?
–¡Sí, cabrón, sí hay mujeres! ¡Dame la pinche
pistola! –dice y estalla.
Enrique se da cuenta que Ángel sangra y le dice
que se vaya. Tambaleante, el policía baja por las
escaleras. En la ambulancia se encuentra con
Rosario y su brazo roto y a otras dos mujeres en
medio de una crisis nerviosa. Él tiene el cuello
maltrecho y necesita cuatro puntos de sutura
en la frente.
Morales, Mota y Arteaga suben por la escalera.
Después de un pasillo corto encuentran
algunos cuartos y una vuelta que lleva hacia la
azotea; otra da a un pasillo de 10 metros de largo
con cuartos al lado y al vestidor en donde aún
están bocabajo cinco personas.
La sexta persona es Octavio Cepeda, un
empleado bancario convertido en el escudo de
Enrique. Al verlos en el pasillo, el asaltante aprieta
más la nueve milímetros contra la cabeza de
Octavio.
Todos saben que son instantes decisivos.
Que no hay vuelta atrás.
–¡Quiero una pistola cargada! –insiste Enrique.
–¡Dame tu arma! –se dirige a Arteaga.
–No tengo arma –responde y muestra sus
manos con varios anillos y una esclava de oro–.
Soy secretario del ministerio público.
–Yo soy el ministerio público. Vamos a cuidar
que no te hagan nada –interviene Mota.
–¡Dame el arma! –repite su mantra el asaltante.
–¿Cómo te llamas? –pregunta Arteaga–.
¿Cómo quieres que te diga? ¿Pancho? Te digo
Pancho. Déjalos ir, Pancho.
–¡Me voy a matar, me cae de a madres que me
voy a matar! –y sacude a Octavio Cepeda.
Si el dedo tiembla tanto como la muñeca,
piensan Mata y Arteaga, el cerebro de ese hombre
estará en la pared en cualquier momento.
–¡Quiero verlos! –pide Enrique. Los tres
hombres vestidos de civil se acercan y se abren
los sacos, se exhiben desarmados.
–Quiero salir a la azotea –desliza Enrique.
–Tranquilo, flaco. Es un robo. Nadie ha muerto,
no hay lesionados. No hagas la bronca más
grande. Suelta a la gente. Tienes mujeres. ¿Qué
vas a hacer en la azotea? No hay nada. ¿Aventarte?
–sigue Arteaga.
La opción de aceptar la exigencia de Enrique
de salir a la azotea es viable. La puerta está abierta
y desde el pasillo se observa despejada. Pero
hay varios policías pegados a la pared. Ese es un
problema. Al salir, se le dispararía al asaltante de
lado y casi a quemarropa.
–¿Qué necesitas para soltar rehenes? –vuelve
a plantear Arteaga.
–No ver francotiradores –dice Enrique suponiendo
que alguien podría apuntarle. Tiene
razón. Momentos antes de que los funcionarios
subieran, Mota se puso de acuerdo con un policía
especializado. A su indicación, entraría y lo
mataría.
–Muy bien –dice Mota y llama al francotirador,
que aparece con las manos vacías, pero con
arma oculta en una pierna. El ministerio público
le ordena que salga.
Enrique acepta. Nunca pensó que llegaría
hasta ahí. La presión comienza a aflojarlo. Y ante
el retiro del francotirador corresponde: permite
la liberación de los secuestrados.
Deja salir a todos, menos a Cepeda. Lo lleva
de un lado a otro. Hace una nueva petición:
–¡Mátenme! ¡O yo voy a matar a este cabrón!
El comandante Víctor Hugo Moneda, un hombre
con 24 años encima como judicial del Distrito
Federal y devoto del ajedrez, atraviesa la nube de
policías. Siente la mano pegada a la cacha de la
.38 súper y sube por la escalera hacia el almacén
hasta dar con el largo pasillo donde se ha parapetado
Enrique.
Intenta mirar a través de la rendija de tela
que deja al descubierto el ojo derecho de Enrique,
pero no alcanza a ver nada.
En la penumbra, sólo presiente lo que supone
es el kilo de acero negro y plomo apretado contra un
hombre: la Baretta nueve milímetros. Esa pinche
pistola de la que pende una vida, o dos.
La de él mismo quizá.
–¡Me hacen algo y mato a este hijo de la chinnoche
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gada! –habla de nuevo Enrique, con la capucha
negra y la pistola en la mano.
–¡Ayúdenme, ayúdenme! –gime Cepeda.
–¡Cállate, hijo de la chingada! –dice y empuja
más la pistola contra la cabeza.
–Si me agarran me mato y mato a este güey,
me llevo a quien sea – advierte y se asoma detrás
de Octavio Cepeda, fugazmente se apunta a la
cabeza.
Están a cinco metros de distancia.
Moneda mide la desventaja: cubierto por
el cuerpo del rehén, el asaltante es quien puede
disparar. El policía, único armado en el pasillo,
entiende que la iniciativa no es suya.
–¡Qué pendejo fui! ¿Quién les avisó? ¡Puta
madre! –se lamenta Enrique.
Moneda mide, calcula, resuelve: el oponente
es demasiado novato y se ha vuelto más peligroso
por ser impredecible. En cualquier momento,
puede disparar a la nuca del hombre de traje
que no deja de temblar, y luego evitar la prisión
suicidándose. Tal vez peleando hasta el final y
disparando a los funcionarios y a él.
El tiroteo sería complicado: sólo dos armas,
la suya y la de Enrique, esa pinche arma que mantiene
a todos a raya en un pasillo angosto, con los
funcionarios del ministerio público de su lado y
el rehén del otro.
Cuatro, cinco muertos es una posibilidad
real.
El policía concluye que con el rehén de por
medio no puede disparar. Nunca había estado
en una situación en que estuviera impedido para
hacer fuego.
–No has matado a nadie. Todo se puede arreglar,
tenemos todo el tiempo del mundo. Todo se
puede arreglar, no tengo prisa, aquí nos podemos
pasar toda la noche –habla Moneda, de frente al
hombre de la capucha negra.
–Ya cálmate, yo no soy policía, nadie te va a
tocar –complementa Arteaga.
–Él es el ministerio público –insiste y dirige la
mirada a Mota. Todos muestran sus credenciales
y Moneda opta por enfundar la .38.
–Si quieres yo me cambio por él –suelta Oscar
Arteaga desde su metro con 60 centímetros de
noche de perros en buenavista
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estatura y avanza con las manos extendidas a los
lados, en forma de cruz.
–¡Cálmate, cálmate! –ordena Moneda al funcionario
del ministerio público, alarmado por el
súbito acto de heroísmo.
El sudor es una llave que no deja de chorrear
en Enrique. Sí, parece que acepta la orden de Moneda.
Y anuncia:
–¡Voy a bajar, ahorita voy a bajar! –balbucea
el asaltante y da un paso al frente.
Policía y funcionarios se hacen a un lado.
Pero Moneda sabe que no basta con salvar la
vida del rehén. Y recuerda la decena de policías
judiciales y uniformados escaleras abajo apuntando
hacia donde tendría que bajar el secuestrador con
un rehén cautivo.
Y sabe que hay cientos de dedos tras los gatillos
en la explanada. Y que alguno de ellos, tal
vez, estaría lo suficientemente nervioso como para
disparar.
–Me voy a bajar, sé que me van a dar una madriza,
sé que me van a madrear. Sí voy a bajar, aunque
me chinguen –anuncia Enrique en lo que ya no
puede ser una venganza.
–¡Ni madres, cabrón, aquí nos quedamos!
–ordena el comandante Moneda a Enrique–. ¡Aquí
te tienes que entregar, allá abajo esto termina de
otra forma! Entrégate aquí.
–¡¿Quién avisó, quién putas avisó?! ¡Soy un
pendejo! ¿Por qué me metí en esta pendejada?–solloza
el asaltante. El hombre se resquebraja.
–¡Estoy muy nervioso, muy nervioso, me van
a chingar! –dice y todos saben que acorralado puede
aún ser más . Que el miedo puede empujarlo a
oprimir el gatillo de esa Baretta.
Oscar Arteaga busca en la bolsa del pantalón
la caja de Marlboro rojos, el encendedor y los lanza
a los pies de Enrique.
–Yo sé flaco. Cálmate. Nadie te va a tocar.
Fúmate un cigarro –dice Arteaga con voz suave–.
Deja al rehén, yo me entrego contigo.
–¡Me van a madrear, sé que me van a partir
mi pinche madre!
Se acuclilla, saca un cigarro y lo enciende. Da
apresuradas bocanadas, jadea a través del filtro.
Y en la derrota, busca su última salida:
–Mátenme ya –dice sin siquiera alzar la voz,
que para entonces se ha convertido en un terrón
quebrado que parece no ir dirigida a los policías.
Habla en una especie de susurro. Como si se dirigiera
a sí mismo.
–Del reclusorio sales, pero del hoyo no –suelta
Mota.
Están a tres metros de Enrique. Funcionarios
y policía hablan en turnos.
Pero aunque Enrique ha lanzado su rendición
la pistola sigue ahí, en la cabeza de Octavio, que
gime una y otra vez.
–Yo me entrego contigo, déjalo ir –reitera Arteaga
y vuelve a abrir los brazos.
Avanza hacia él. Enrique echa la cabeza hacia
atrás, se saca la capucha. Escurre el sudor de su
cara, los ojos son dos telarañas rojas.
–Ya entrégate, güey, aquí te apoyamos. Yo
soy comandante de la Policía Judicial –propone
Moneda.
–Él es el secretario –y dirige la mirada a Arteaga–.
A él le toca declararte, ya baja la pistola.
Extenuado, vencido y sin venganza alguna, Enrique
arroja la colilla. Está por bajar la pistola, la Pietro
Beretta que lo ha acompañado toda la noche. La
pistola con la que buscaba cobrarse lo que dice que
le hicieron. La nueve milímetros que adquirió en
Tepito y que ha sido su acompañante esta noche.
La pistola que durante horas mantuvo a raya a la
policía.
Todavía con ella en la mano habla:
–No le quería hacer daño a nadie. Sólo fui un
pendejo –confiesa.
–Está bien, flaco, en verdad sales de ésta –le
promete Arteaga.
A punto de rendirse, todavía pone una condición:
–No quiero que me reconozcan afuera. Yo trabajé
aquí, por favor no dejen que me reconozcan. Ya
me di, dejen ponerme el pasamontañas –suplica.
Busca aire. Mira al techo. Duele el antebrazo
de tanto apretar la pistola. Empuja con el cañón la
cabeza de Cepeda.
–Ya estás dado, déjate caer. Ponte tu capucha.
Arteaga casi lo puede tocar. Enrique se cubre
la cara por última vez. El secretario se acerca y lo
sujeta. Enrique le entrega el arma. Moneda se acerca
y toma la Pietro Beretta.
No lo puede creer. La noche aún le depara una
sorpresa. La siente liviana, como si flotara. Es un
arma con todas las formas, los grabados, el diseño
y la línea de cualquier Pietro Beretta.
Una nueve milímetros de punta a punta.
Pero ya en sus manos, Moneda sabe que esa
arma, como todas las que usaron esa noche los
asaltantes, es falsa.
–¡Es de juguete! –suelta Moneda, quien luego
sabría que la única arma real que tuvieron los
asaltantes fue la del policía Ángel, la misma que
Emmanuel vació sin querer en el restaurante del
Sanborns esta noche.
Una noche de perros.¶
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noche de perros en buenavista
Epílogo
Minutos después de que el
episodio acabó, Enrique
Mejía Bello identificó en el
ministerio público a sus.
“Este no fue, esa nada tuvo
que ver. Ese sí, éste también”,
dice con aire aliviado
apuntando con el dedo a su
amigo de la infancia Emmanuel
Pérez Sánchez, a
su conocido Oscar Reyes.
También a Juan Huerta y Enrique Enríquez, los
otros asaltantes de ocasión a quienes conociera
cinco horas atrás.
El 4 de noviembre, los cinco iniciaron
su proceso formal de prisión en el Reclusorio
Norte, acusados de robos calificados diversos,
tentativa de robo en agravio del establecimiento
mercantil y secuestro. Tal
vez se les sume el delito de
lesiones. Podrían recibir una
pena de decenas de años en
prisión.
Roberto, el padre de
Enrique, sacó las pocas cosas
que su hijo tenía en el departamento
de Callejón del 57,
incluido un libro de Carlos
Fuentes. Su historia fue contada
por conocidos y empleados del Sanborns
que pidieron no publicar su nombre, por Víctor
Hugo Moneda Rangel, comandante en jefe de la
Policía Judicial; Pascual Enrique Mota, agente
del ministerio público en Cuauhtémoc; Oscar
Arteaga, secretario del ministerio público, y

Ángel Dorantes, el policía auxiliar.


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